La
guerra le había separado de ella, y después de tanto tiempo volvía a casa.
Las
profundas desigualdades, el atraso y la injusticia, así como la venganza, el
miedo y los rencores, resultaron una avalancha de odios; todo ello tenía lugar
en una sociedad en la que la cultura política durante mucho tiempo había
encontrado, y seguía encontrando, motivo de disculpa para la violencia, siendo
esta practicada con asiduidad.
Estaba
ansioso por verla, por estrecharla con fuerza entre sus brazos.
Todavía
tenía que andar unos kilómetros hasta llegar a la casa. El camino abrupto solo
podía recorrerse a pie.
Aquél
lugar tan hermoso, resplandecía fresco y puro como cuando le vio partir. El
soplo suave y apacible del viento, mecía las copas de los árboles centenarios;
una sonrisa pueril se dibujó en sus labios, y su cara irradiaba felicidad.
No
dejaba de repetirse, una y otra vez, que volvía a casa.
Desde
la puerta le llegaba aquel pesado aroma a lavanda. ¡Cómo lo había echado de
menos!
Le
prometió que regresaría, y así lo hizo; aunque diecisiete años después.
Una
atmósfera fantasmal y a la vez fantástica, se extendía por la habitación bajo
la luz tenue que dibujaba la silueta de los viejos muebles.
Allí
estaba ella, sumergida en ese profundo mutismo, dejándose acariciar por los más
negros presagios.
Postrada
en su cama, la sábana que la envolvía dibujaba su figura enjuta, que destacaba
solitaria en aquél cuarto frío, cerca de la pequeña chimenea que, a duras penas,
lograba mantenerse encendida.
Con
ese retrato ancho y firme de un canto dulce y agreste, permanecía allí,
impasible, como si nada ni nadie pudiera ya tocarla.
Su
pelo blanco como el pico de una gran montaña tocada por el frío invernal, olía
como el verano a heno y retama. Su piel, apergaminada por el paso del tiempo,
evocaba clara y calladamente su ocaso.
A
medida que se iba acercando a ella, recordaba con tristeza la expresión de su
rostro, demudado por la noticia de su marcha a la guerra.
Se
arrodilló ante su lecho, y tomó aquellas macilentas, frágiles y esqueléticas
manos que el paso del tiempo no había perdonado.
Su
expresión cambió al verle allí, frente a ella; con los ojos llenos de lágrimas
y ávidos de brillo, contemplaba con una mirada de confusa perplejidad, y con
ternura, a aquél hombre. Sus dedos convulsos acariciaban las manos que
sostenían las suyas.
La
mujer creía estar soñando. Había deseado durante tanto tiempo aquel
reencuentro, que le parecía el delirio de su mente, enfermiza por el vacío que
dejó en ella su ausencia.
Con
una voz débil, y quebradiza por el llanto ahogado, le susurró al oído:
—Hijo mío…
—¡Madre…!— dijo él, llevándose las manos a sus
labios sin dejar de besarlas.
Una
oleada de sollozos le sofocó, arrasando sus ojos de lágrimas abrasadoras.
Entonces,
ella le secó con sus manos trémulas. No podía comunicar su alegría, y una débil
sonrisa, esbozada desde una boca melancólica, era lo único que pudo ofrecerle.
Mirando
a su madre, un deseo enardecido de impotencia se trazaba en sus labios. Apretaba
los dientes con fuerza, y mordía con rabia su labio inferior.
No
era justo.
Ahora
que él había vuelto para quedarse, ella tenía que partir.
Le
hacía tanta falta; sus consejos, sus caricias, su protección y consuelo... Los
echó en falta en aquellos momentos que más se necesitaba a una madre.
Y
ahora…
Sus
labios se distendieron en un espasmo dolorido.
— ¡Madre!... —gritaba con voz desgarradora— le dije que volvería, y así lo he
hecho; ¡Por Dios!..., no me deje ahora que la vida me ha brindado la
oportunidad de seguir viviendo, cuando otros como yo perecieron. La oportunidad
de volver…
La
madre le apretaba con fuerza la mano, y éste se sintió protegido por ella.
¡Qué
ironía de la vida!, hasta en el último momento las madres sólo piensan en
proteger a sus hijos.
—Estando lejos de ti, nada de lo que
veía era nada, si no lo podía compartir contigo. El canto de los pájaros, la
naturaleza… ¡recuerdo como te gustaba el esplendor de la misma!, sólo me
producía desazón porque me recordaba a ti. —dijo
la madre con voz sosegada, y con la mirada perdida en las pupilas de su hijo.
—¡Madre…! durante años sólo me atrevía a
pedir que mis ojos dejaran de mostrarme la vida como una condena. Deseaba ver
más allá de la realidad a la que diariamente estaba sometido. Ansiaba verlo
todo como un cuadro de gran belleza, armónico, como si de un concierto de
colores se tratase; Un maravilloso cuadro equilibrado, tranquilo y noble a
pesar del colorido…En mis peores momentos, su recuerdo ha sido lo que me ha
mantenido anclado a la vida. Mentiría si negase que más de más de una vez deseé
dejar de sufrir, dejar de ver las atrocidades de la guerra, y en lo que te
conviertes siendo parte de ella.
Pedí
una y otra vez tener la fuerza suficiente para ser contumaz en el deseo de
seguir adelante. Y si pude, fue gracias a usted, al recuerdo de la persona que
me dio la vida, que lo dio todo por mí, y que supo esperar.
Ella
le contemplaba con verdadero embeleso, y él la miraba con la ternura con la que
mira un niño a su madre.
—Madre… ¿Se acuerda cuando le rompí
aquél jarrón tan bonito que tenía en la habitación, ese que usted adoraba y
limpiaba con sumo cuidado por miedo a romperlo con sólo mirarlo?, ¿se acuerda? Estuvo
buscándome todo el día por la casa, y cuando me decidí a salir y pagar mi
culpa, usted lo único que hizo fue colmarme de besos y abrazos, porque pensaba
que me había ido por miedo a un castigo. ¿Y se acuerda cuándo…?
El
crepúsculo oscurecía la habitación silenciosamente, y los colores se
desvanecían con pereza a través de las pupilas de Alma.
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